Lecciones de estigmatofilia para los habitantes de la Región 4

Hoy por hoy,  uno de los servicios que más rifa en este mundo es el dedicado a la promoción y el mejoramiento de la imagen empresarial e institucional,  cosa que a algunos les emociona hasta decir basta y a otros simplemente les desagrada:  en lo personal,  a mí ni me viene ni me va,  dado que no estoy involucrado en el negocio,  y hasta el día en que tenga mi propia corporación tal seguirá siendo mi punto de vista.

Hasta aquí todo bien.

Enseña el Diccionario (puntoiaparte…) que la estigmatofilia es la fijación o gusto que tiene una persona por las gentes que poseen uno o varios tatuajes.

OK,  qué bonito que el día de hoy hayamos aprendido una palabra nueva y estemos aumentando nuestro vocabulario,  mínimo para tener tema de conversación.  O al menos eso es lo que parece.

Porque el tema se presta para unos debates de lo más bizantinos e inoficiosos que se han visto en la Historia del Llevaitrae Argumentativo.  Que si es peligroso hacerse un tatuajito,  que si no lo es;  que si se trata de una obra de arte,  que si nada más son tres letritas musarañeras que uno se puso nomás por mamón;  que si va en contra de la religión tal,  que si el párroco dijo ayer que estaba muy de acuerdo en que cada uno hiciera  con su cuerpo lo que mejor le viniera en gana.  Del tipo de discusiones que sólo nacen entre quienes quieren imponer como que en plan de «A huevo» su opinión nada más por sus chingadas polainas.

Muy bien.

Cierto que ver un tatuaje como que sí te llega a impactar,  sobre todo si no estás acostumbrado.  Además,  es un tema del orden más personalísimo en la existencia del individuo,  por lo que no esperes que de buenas a primeras medio mundo venga y te confiese que se ha hecho un detalle así en el cuerpo…,  a menos,  claro,  que se trate de un caso médico o jurídico,  en donde o confiesas o te carga el carajo.

Todo lo anterior encuentra una orientación bastante extrema y debrayada en el mensaje que acompaña a la foto de acá abajo,  la cual no dudaría yo en calificar de catastrofista y dicha muy pero muy a la ligera.

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Vamos a ver,  vamos a ver…

Hasta donde yo recuerdo,  la búsqueda constante y obsesiva de la raza perfecta a través de la ciencia y práctica de la eugenesia quedó rebasada cuando el mundo cerró el capítulo relativo al nazismo y Crímenes de Lesa Humanidad que de éste se derivaron.  Sí,  tiraron el Muro de Berlín y todos nos botamos a chillar a lágrima viva porque la reconstrucción de un pueblo devastado por la guerra estaba comenzando el bello proceso de volver a nacer.  Aplausos y Óscares para todos.

Y ya después llegó la globalización y todo lo echó a perder…  En realidad no todo pero sí estropeó algunos detalles,  justicia es reconocerlo.

La imposición de estándares de calidad al interior de una empresa obedece a la necesidad que tiene ésta de mantenerse a la vanguardia y proyectar una imagen pulcra y fresca.  No obstante lo anterior,  subyace una línea muy delgada entre eso que te pide la empresa a ti como empleado para que lo observes como un código de conducta cuando estás en la chamba y lo que ya vienen siendo chaquetas mentales como la que vimos en el fotograma de aquí arriba:  técnicamente se trata de un atentado contra la libertad personal del individuo en aras de caerle bien a la Policía del Buen Gusto.  Cada uno es tan libre de rayarse las carnes como mejor se le antoje y sanseacabó.

¿Se ve feo el tatuaje de la foto?,  ¿neta?  Pues ese falso horror no es sino producto de los miedos y prejuicios que existen -¡en pleno Siglo Veintiuno!,  ese de las Redes Sociales y la Radio y la Televisión Digitales y sabrá Dios cuántos avances más la materia- en una sociedad tan atrasada culturalmente como la mexicana.  Hay quien puede mirar belleza en esto y hay a quien sencillamente le repugna,  efectivamente;  por lo tanto,  temas tan delicados como este,  en donde no todos vamos a estar de acuerdo (que si por nuestros principios,  que si porque pasó la mosca,  que si porque la Madre que le Parió),  hay que mantenerlos alejados de la mesa de discusión en razón de que más de uno se va a querer agarrar a bastonazos con los que no compartan su punto de vista.  Y digo yo que hay que mantenerlos alejados de la mesa de discusión no porque debamos hacernos los que no vemos y entonces tales cosas no existen en este mundo sino precisamente porque un mínimo deber de prudencia,  pero sobre todo de tolerancia,  nos constriñe en la necesidad de cerrar nuestras boquitas preciosas antes de salir con una pendejada como esta.

Este es el tipo de palabras totalizadoras y cero plurales que a mí me revientan las bolas dado que constituyen una laceración personal,  directa y profunda a los derechos humanos,  de los que soy requetebién fan.

Más daño le hacen a uno los chochos para inflar la musculatura y nadie dice nada…  «Ah,  pero es que es por verse bien y entonces hay que hacer un par de truquitos y así».  Pinches huevones posers del gimnasio (aclárase que no todos…),  si saben lo que es bueno deberían estar más al pendiente de trabajar el cuerpo como es debido en lugar de mirarse al espejo durante la mitad de la rutina.  Hay que ver hasta dónde llega el culto a la imagen por estos días,  y sobre todo sus razones,  las cuales en no pocas veces son erradas.

Si yo fuera tú,  y estuviera a cargo de contratar un servicio de estos para la empresa en donde laboro,  la pensaba dos veces antes de firmar con los güeyes de consejosimagen.mx.

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Casual que,  en una de tantas,  se te ocurre escribir un ensayito sobre derechos humanos.  Casual que vas componiéndolo y cuando menos te das cuenta ya llevas cinco hojas -frente y vuelta- del cuaderno de notas con toda suerte de consideraciones para una de las preguntas a contestar en el ejercicio en comento.  Casual que te das cuenta,  casi por error,  de que lo plasmado no tiene mucho que ver con el sentido real de la interrogación que da inicio a la vertedera de tus consideraciones…

P’ta,  ¿qué hacer?

Esa es una muy buena pregunta,  pienso yo.  Y la respuesta que le di para el caso en concreto que me sucedió recientemente queda consignada dentro de los párrafos que conforman este breve opúsculo,  el cual les comparto a todos ustedes nada más por el inmenso placer que provoca el hecho de perder el tiempo (¿sana y constructivamente?;  ay,  ajá) de este lado de la red.

Ojalá les guste.

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De transcripción literal

Tengo una especial debilidad por las citas textuales.  Bueno,  que más que una debilidad,  se trata de una obsesión.  Me encanta ir por la vida leyendo y,  una vez terminado el párrafo que esté al punto observando,  tomar el bolígrafo para hacer transcripciones en el cuaderno de notas porque lo que he visto en las letras de otras personas me ha parecido no sólo interesante sino digno de poner en rubro aparte,  como esperando que esa sapiencia de repente me ilumine en los ratos donde siento que la inspiración me falta o que se me han acabado las ideas.

Las citas,  académicamente hablando,  tienen usos mil,  quizá el primero y más importante de ellos sea el de que,  en un proyecto escolar importante,  el autor seleccionado haga uso de la libertad de expresión por acción nuestra y diga eso que tiene que decir y que a nosotros nos ha parecido no sólo importante sino igualmente apropiado para la ocasión,  ora para sostener una posición determinada dentro de una rebatinga en la que formemos parte y en la que haya que debatir de manera escrita a favor o en contra de algo,  ora para ser quienes le den el toque final -curiosamente inserto al principio- a toda la exprimidera de sesos que hemos llevado a cabo en aras de exponer nuestras propias ideas.

Pero más allá de ese valor que por tradición les hemos dado a los fragmentos de sapiencia de los autores cuando nos resultan útiles sus conocimientos pervive un sentimiento de apropiación de esas mismas perlas de sabiduría que no necesita de la más mínima invitación formal para aparecer en la escena y alegrarnos la existencia.  De ahí que sujetos como yo,  mentalmente estragados -¡y a mucha honra!-,  encontremos un placer exquisito y alucinante en hacer parte de nuestras vidas todos esos pasajes de la literatura que nos han parecido fenomenalmente bien hechos por la perfecta conjunción de palabras y signos que los conforman.

Y no nada más es la cosa de lo estético,  del adorno,  de lo bonito que se ve una cita al principio de un ensayo o de un cuento.  No.  Se trata de plasmar en el documento de texto que luego será papel impreso ese pasaje que fue capaz de cambiarnos la visión del mundo en mayor o menor medida,  tal vez modificando nuestra clásica visión pesimista acerca de los fenómenos políticos de los países en desarrollo por una un tanto más irónica y por lo mismo divertida,  quizás siendo parte de un renacer físico o espiritual que nos obliga a mirar al pasado para hacer las paces con él y pasar página en un torbellino de transformaciones que al final del día nos hará mejores personas.

No lo sé.  Es mi opinión.

Por ahora sólo queda seguir transcribiendo de los libros y el cuaderno a la computadora,  guardar los cambios y esperar a que pase algún tiempo para que ese añejamiento que naturalmente se produce aumente aún más la autoridad de estas bellas y sabias palabras.

El águila que no miraba hacia abajo y el ratón que intentaba voltear para arriba

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Casual que a uno le apasionan cuestiones como la televisión,  la comida,  el Derecho y hasta la lectura,  ¿no?;  todo junto.

Bueno,  resulta que desde hace tiempo encontré un artículo en una columna que no se me hizo de malos bigotes,  principiando por el tema en que aquella ocasión trató.  «El lujo de la lectura» se llama entonces -y ahora también-,  escrita por un eminente antropólogo mexicano llamado Roger Bartra.

Dije que no se me hizo de malos bigotes porque,  en el inicio,  lo que me llamó la atención fue el título;  ya después cuando empecé a mirar de cerca el asunto,  me di cuenta de que seguía siendo de la misma opinión,  si bien hube de cambiar algunos de los aspectos estructurales de la misma,  en la inteligencia de que advertí un marcado desacuerdo con ciertos puntos ahí tratados.

Que me perdone,  de verdad,  el amigo Bartra por la sarta de leperadas que en esta ocasión vierto como anotaciones marginales a su genial escrito,  pero considero que el hombre está viendo ese añejo problema desde la perspectiva de alguien que está habituado a leer,  no así del otro lado de la moneda,  lugar del que un servidor es experto por desenvolverse justamente en un medio así:  para nada intentaría denostar su esfuerzo,  antes bien lo que desearía hacer es proporcionar una visión más integral de la problemática inicialmente descrita,  abordándola desde otra perspectiva.  Ya,  en el último de los casos,  óigaseme y óigaseme bien cuando digo que no es una intención de malevolencia que me permito perorar sobre el contenido de su artículo;  sería mi defensa última antes de que me condenaran a morir en el patíbulo.

La lectura,  sepámoslo de una vez,  es uno de esos temas, más que fértiles,  prácticamente inagotables,  sobre todo hablado éste en una región donde la gente o tiene unos hábitos sencillamente pésimos de esta actividad o de plano no los tiene;  por lo tanto,  no sería ninguna sorpresa que constantemente se retomase el tema en este blog.

El escrito que pongo a disposición de la banda procrastinadora que de vez en vez viene a regalarme un poco de su valioso tiempo con una visita a esta,  su bitácora de confianza,  imprime (ya lo saben) en hojas tamaño oficio.

Hasta otra ocasión.

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Tatuajes en la espalda con forma de letras

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En un ejercicio de honestidad intelectual,  debo confesar que esta respuesta no es precisamente una que yo pudiera decir «P’ta,  qué lucido me vi»,  sinceramente.  Y es que de lo que estoy hablando es de cómo me gustaría que fueran las cosas,  o como me imagino que pueden ser,  terreno en donde ideas nunca me faltan.

Débase interpretar este acometimiento como una piedra angular de lo que se puede hacer sobre el tema tratado y ojalá que un día de estos se pueda.  Mientras tanto,  que nadie se atreva a coartarme el derecho de imaginar que  esto puede ser de esta manera.

Gracias.

Imprime en hojas oficio,  como de costumbre.

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